domingo, noviembre 04, 2007

"Luciérnaga"

"Luciérnaga"


Sólo, sólo déjame tocar tus secretos
tu alma, marfil pulido.
No te la robaré, no soy capaz sólo,
sólo déjame sentir tu beso,
tus labios delgados.
A lo lejos murmuran mi nombre;
nombre de tierra del útero fértil
que alberga la vida.
Ébano labrado, tus ojos, tus pupilas,
universo eterno universo,
mi universo donde
me encierro huyendo de mis pesadillas.
Con tu cuerpo húmedo me cubres,
me llenas y me dejas flotando
dormida en tu pecho.
La noche nos cobija.
Las estrellas adornan mi cabello
que se desparrama en tu lecho.
Reina soy entre tus sábanas;
entre tu cuerpo,
entre tu soledad.
Quédate, ángel luminoso;,
hasta que me duerma;
hasta que me sumerja en tu liento,
en tu boca en tu ser maravilloso.
Yo soy luciérnaga;
estrella en la tierra,
perdida en la ciudad
que nace del cementerio
de esperanzas, de alegrías.
Yo soy luciérnaga
delicada, suave, pequeña
que se viste de transparente satín lustroso
para estremecerme entre tus brazos.
Miro, vista perdida,
callada voz,
busco entre la hierba,
cuerpo,
miel colmada de besos.
Aire de mañana que rozas mi piel,
su horizonte y su nacimiento.
Boca plagada de besos miel dulce,
corona de flores que coloco en mis pechos.
Quiero mostrarte mi mundo,
quiero que veas el amanecer por mis ojos,
sentir la vida dentro de mi piel
Vive.
Vive a mi lado tomado de mi cintura diluida
con tus manos tocando mi reino.
Vive, cielo, aire.
Vive conmigo
y cuando termine el día
y las luces de la cuidad se hayan apagado
ahí estaré soy tu luciérnaga ,
ahí estaré besándote hasta el amanecer.
"Muerte del Poeta"

Ese día, el sol no salió, había escapado aterrado por el sonido de los fusiles disparados. El olor a pólvora y carne quemada era enfermante, nauseabundo, pero según dijeron, era el precio de la paz, una paz que costaba litros de sangre que jamás han sido limpiados y que bañaron las calles de Santiago por años. Los hilos rojizos de extendieron por la ciudad, avisando a las madres de los cegados, que el fin había llegado. Pronto, esos hilos de sangre se transformaron en torrentes que mancillaron una patria y a un nación.
Ese día, el cielo se oscureció por el humo de la Moneda en llamas, sus vestiduras se volvieron negras por hollín del fuego que se extendió furtivamente por los techos. Aves acorazadas, del cielo había dejado caer sus ángeles de muerte sobre ella, Casa de la Patria, La libertad fue cruelmente apresada, y sus piernas cerradas para impedir el parto de la esperanza de un nuevo plan, de un nuevo mundo.
Ese día, el ruiseñor calló, y junto con ella, fueron calladas la voces de quienes luchaban, compañeros inseparables. ¿Cuánto dolor puede soportar un corazón?.
Ese día El Poeta nos dejó, su alma había corrido de su cancerígeno cuerpo, maldito cáncer, escoria de la sociedad, cáncer de la guerra... dijeron, más que eso, era el cáncer de la pena, al ver a la patria ultrajada, violada cruelmente y sin compasión. Estaba en un húmedo pasillo, su cuerpo inerte, cascarón de las vidas, que ya habían pasado por su vetusta piel, añejada a punta de las olas y de penas intrínsecas a su alma cantora, a su lado, su mujer, amada sobre las amadas, a la que El Capitán, entonaba sus versos en compañía del mar, aquella que un río había formado su cintura, y sus pechos eran de pan de la tierra. Ella estaba, ahí, doliente, la más inconsolable de las amantes, llorando por dentro, comiendo sus lágrimas por temor. La soledad acompañó al Poeta, y el cortejo, escueto, caminó por las Alamedas, que una vez fueron libres. Sobre los Andes, volaron los cóndores, y gritaron a los que podían escuchar, mientras huían de los brazos de su Madre Tierra, gritaron, ¡Ahí va el poeta, nadie lo alcanza, ahí va el poeta, a las titilantes estrellas! Jamás la mano del tirano lo atrapará.
En el cementerio, hogar de infinitas cruces, donde jamás llegaron quienes fueron asesinados, ahí estaba el Poeta, contemplado, cara al cielo, su muerte definitiva, lo habían matado, ya tantas veces, pero en ese momento, su cuerpo ya se había diluido en el lívido del último suspiro, anunciando que no volvería. El primer poco de tierra cayó sobre él, y un asustadizo grito se escuchó entre los lacónicos dolientes. "Compañero Allende, presente... Compañero Neruda, presente" Los fusiles cerraron sus bocas ardientes sólo por esa vez. El miedo era mayor, permanente y punzante, terriblemente punzante, haciendo del aire irónicamente taciturno, denso como el mismo plomo que mataba en las calles de Chile.